Aristóteles, discípulo de Platón
“Mi mujer y yo nos habíamos acostumbrado a discutir en la cena, pero de un tiempo a esta parte ella se venía reservando el asalto final para la cama”
REVISTA WRITER AVENUE
Andy Cabello Bravo
8/30/20242 min leer
En la cama pensé que era un ingenuo, un artista de esos que se pierden en la contemplación de los detalles. Esto es algo que a menudo mi mujer zanjaba con un definitivo: «Silvio, lo que eres es un cincuentón cascado, no me vengas con metáforas».
Mi mujer y yo nos habíamos acostumbrado a discutir en la cena, pero de un tiempo a esta parte ella se venía reservando el asalto final para la cama. «La vida nos ha adelantado», me espetó, «nos ha pasado por la izquierda sin siquiera acelerar». Entonces yo me imaginaba nuestro matrimonio como un cochecito que, por inercia, arrancaba en segunda cuesta arriba tratando de alcanzar a esa vida.
Decidí así evocar el día que nos conocimos, cómo nuestras almas se habían entregado mucho antes que nuestros cuerpos, a lo que me respondió con una mirada invernal y un: «¡por eso ya no hacemos el amor!, porque lo único que sabes tocarme es el alma, que pareces Platón».
No voy a relatar los reproches que mi mujer me dedicó desde su inveterado aristotelismo, pues según ella la virtud se hallaba en la práctica, y en ningún otro lugar, «así que quítatelo todo, que vamos a practicar». Obedecí y ella me sacudió fogosa de los hombros hasta que su devoción por Aristóteles trocó en álgebra y ordenó que «¡un sesenta y nueve, Silvio, un sesenta y nueve!», mientras yo intentaba zafarme del jersey que me había regalado su madre por Navidad, y que ella insistía en que me pusiera.
Enseguida las cifras se nos fueron de las manos y la espalda solo me permitió hacer un setenta y uno si me sujetaba en la pared con las piernas, boca abajo; y en ese momento, cuando toda la sangre se me agolpaba en la frente, en ese momento vi a mi mujer más hermosa que nunca. Lo de hacer el pino, sin embargo, no le generó demasiada excitación, y me ordenó retirar los pies de la pared, «que el blanco es un color muy bonito y no estamos como para ensuciarlo».
Y yo, que soy arquitecto de profesión, había olvidado lo cruel que es la gravedad. Todo lo que podía venirse abajo acabó viniéndose abajo. «Esto no es un sesenta y nueve, Silvio, esto es un seiscientos sesenta y seis» sentenció mi mujer antes de ladear su cuerpo desvanecido de deseo, y apagar la lamparita de noche.
Por mi parte, acabo de despertarme en una habitación abrasadora, y he tenido que arrojar a las llamas el jersey que me regaló mi suegra. No sé qué voy a hacer aquí, rodeado de cincuentones con cara de insatisfechos y, lo que es peor, todos con una marcada cojera. «Bienvenido a casa», me ha dicho uno. Nunca he tenido un sueño tan extraño. De hecho, ahora estoy soñando con mi mujer en nuestra cama. Casi no la reconozco: es la primera vez que la veo dar las gracias.