Dejo una lágrima
“Corremos rápido. La desesperación como una serpiente nos ahoga. El hilo de cristal bulle, se contenta con nuestros ojos”
REVISTA WRITER AVENUE
Natalia López Osornio
8/31/20242 min leer
―Parece real.
―No parece. Es real.
―¿Qué decís? Es como un sueño.
―Mira el césped y pegadas al cielo las montañas de plomo.
―Las veo, pero no las toco.
―Corramos hasta el río a ver si todo es verdadero.
Corremos rápido. La desesperación como una serpiente nos ahoga. El hilo de cristal bulle, se contenta con nuestros ojos. Toco el agua.
―¿Sentís el hielo derretido en tus manos? Estamos acá, donde nacimos.
―Todo es auténtico.
―No te pierdas nada. En el atardecer veremos cómo se tornan oro las hojas de los álamos. Es la magia de volver.
―¿Volver? ¿A esto le llamas volver?
―Cállate. Aprende a disfrutar de este silencio.
Las crines de los árboles se refrescan en el río. Nos observan inmóviles los mudos testigos del regreso. Como manchas del río sobresalen las piedras. Caminamos como equilibristas hasta la otra orilla. Allá están. Todavía lejos, los monstruos de piedra recortados en el cielo.
No hablamos. Nuestros ojos miran lo mismo. Todo. Se mezclan intactos los recuerdos. La tierra aprisiona las lágrimas recién nacidas. Las dejamos de herencia. Muere el aliento mágico de las palabras. El miedo deja escapar el pensamiento, que se lanza al aire confiado. Nace como la melancolía. De la nada. Del todo. De ese hilo de luz que juega a la rayuela con el pasto. Del soplo de aire que en un suspiro les canta una canción a las margaritas.
―¿Te acordás?
―Como si fuera ayer.
De nuevo pensamos. Cada uno en lo suyo. Cada uno en lo nuestro.
―¿Cuántos años pasaron?
―No importa. Estamos acá.
Una nube de silencio envuelve nuestros cuerpos y nos confunde. Hoy. Ayer. Mañana. No sabemos cuántas primaveras se reflejaron en nuestros ojos. Tampoco importa. Estamos juntos. Volvemos. El metal del piso nos congela. Nos incorporamos al ruido eterno de las computadoras. El androide nos saluda conduciéndonos a nuestra zona.
Me escapo como un rayo. Abro con mi tarjeta todas las puertas. Él me sigue sin entender.
―¿Estás loco?, ¡no lo hagas!
Destrabo las compuertas. Arrojo las grabaciones al vacío. Me desmorono. De nuevo el frío del piso.
Muere congelada en el acero otra lágrima recién nacida.