Detrás de los espejos
“Techos de tejas, paredes blanqueadas con cal envueltas de sol en un domingo de marzo”
REVISTA WRITER AVENUE
Alicia Angela Ortolani
4/7/20253 min leer


Techos de tejas, paredes blanqueadas con cal envueltas de sol en un domingo de marzo. Cecilia, frente al piano, repitió una y otra vez la melodía hasta que se fue detrás de las notas y acordes, tejiendo una red de sueños y recuerdos en un tiempo que ya no era.
Cuatro negras rodaron en el pentagrama y dieron vueltas hasta unirse todas en un solo acorde, para perderse luego en el teclado, como se había perdido allá atrás, la carta de Pedro en el río. Afuera, los niños de un jardín Waldorf, cercano a su casa, le recordaron la canción de su infancia del pescador, mientras formaban un puente. Dos que habían encontrado sus manos para un juego. No pudo contener el llanto ni acunar el doloroso grito que emergió de sus entrañas. Se había vuelto vieja, reseca su tierra, había sepultado las últimas vertientes de ilusiones.
Cecilia abrazó recuerdos en el escenario de un pasado aún latente, y abierto el telón, vio desfilar la vida. Con desesperada locura siguieron los dedos recorriendo las teclas, enlazándose el deseo que quiso expresarse en grito y, sin embargo, solo fue eco de una voz gimiente. Dejó aflorar la tristeza que en agonía la había mantenido entonces, el llanto reprimido de años estalló desde las vísceras y no hubo ya, manera de acallarlo.
Volvió a escucharse en la calle el Martín Pescador y recordó cuantas veces había querido ensayar una carta, dejando apenas danzar unas pobres palabras sobre el papel, en forma ligera, como ligeras se movieron las corcheas entre sus dedos, para detenerse luego ante el silencio que el pentagrama anunciaba. En algún lugar la carta también se convirtió en silencio y quedó detrás del bosque, más allá del río, pescando alguna ilusión o quizá ya nada.
El gato que reposaba sobre el piano la observó como si estuviera más allá de los espejos. La silueta parecía desvanecerse, hasta que emergió hecha sombra y la sombra cobró vida entre las cenizas de la chimenea para recuperar una forma.
Se unieron dos manos de este lado del río, implorantes, mientras afuera seguía sonando el Martín Pescador, canción que tarareó como lo había hecho en las tardes de rayuela y rondas callejeras. La pena urgía y el dolor se derramaba, rebalsando un río de aguas truncas que no cedieron el paso. En su memoria el bosquejo de aquella carta triturada entre los leños y una respuesta que no llegó.
Ella había ensayado varias veces escribir, se había dejado llevar por las notas, danzando al ritmo de corcheas y fusas. Se preguntó si a esa hora seguiría Pedro estando del otro lado junto a su caña, como cuando eran jóvenes. Había atesorado esa imagen y ese recuerdo, sus pecas y su pelo revuelto, guardándolas para siempre. Por un instante creyó ver del otro lado un pañuelo blanco moverse al ritmo de una mano fuerte, pero había sido solo una imagen que su corazón anhelaba. El horizonte se presentaba ante sus ojos vacíos, una serie de puntos infinitos sin figuras, solo espejos, ni siquiera existía el puente del Martín Pescador. Corrió las cortinas del living, mientras los niños seguían jugando, cerró los ojos y volvió a contener el llanto. Del bolsillo de su delantal sacó una pequeña foto, amarillenta y ajada. El frío sopló su cuerpo, era hora de encender la chimenea, dejó caer la foto sobre los leños.
Ya era tarde, del otro lado las cañas habían sido guardadas.