El último giro

“Camina ladeada. Sin una dirección concreta. Con pasos cortos, a pesar de sus largas piernas de bailarina”

REVISTA WRITER AVENUE

Claudia Tevar Crespillo

4/8/20252 min leer

Camina ladeada. Sin una dirección concreta. Con pasos cortos, a pesar de sus largas piernas de bailarina. Toda una sílfide que no está recta. Le duele la cadera, le duelen los recuerdos. Un lado más alto que el otro que la obliga a compensar la aflicción de lo que está dañado. Como si su vida se inclinara hacia el pasado. Una hernia en la L4 y mucho diazepam. No duerme. Cierra los ojos y a las seis horas los abre, pero no duerme. Tiene las ojeras tatuadas y la mirada alicaída, triste, hundida hacia dentro como si no quisiera que el mundo la viera. Los hombros resignados, la mirada hacia el suelo, vestida de negro. Sin embargo, no pasa desapercibida; pues es imposible retirar la mirada de la desgracia.

Le duele la espalda desde hace más de dos años. Ha perdido la esperanza de recuperar su vida de antaño. Aquella en la que podía bailar sin dolor, en la que podía brincar, reír e incluso estornudar sin que su cuerpo le recordara que ya no es la misma. Jamás pensó que lograría vivir de bailar. Pero consiguió abrir su propia academia de baile y, desde hacía seis años, se dedicaba a enseñar balé. Hasta el día de la Caída. Hasta que una barra de madera le arrebató la libertad mientras giraba sobre sí misma ensimismada en la coreografía.

El recuerdo la asalta. Un viernes cualquiera. Meses antes de que no pudiera volver a mirar de frente a su sueño cerrado indefinidamente. La música sonando solo para ella, las paredes de la academia respirando el eco de sus últimos pasos. Ni un solo fallo. Le lloran los ojos, ahora negros, sin iris, sin vida; le llora el corazón. Le gustaría poder volver atrás. «Es mi culpa», piensa. «Tendría que haberme cuidado más».

Ahora está tumbada, con una manta eléctrica en la espalda, a escasos metros del tutú que hace años descansa en el armario. La rodea el caos, la dejadez. Montañas de ropa encima de una silla con las patas torcidas, remolinos de pelos y pelusas y pañuelos como cartones de lágrimas secas que un día consolaron. Levanta la vista y habla con Dios telepáticamente:

«¿Por qué señor, por qué? Ayúdame. Mándame una señal. Algo. Dime qué tengo que hacer. Estoy desesperada. Ya no sé a quién acudir. Esto no es vida. Por favor, necesito volver a bailar». Pero Dios no le contesta y ella tampoco es creyente, así que se abandona a su suerte.

Cierra los ojos y a las seis horas los abre. Sigue torcida. Parece una media luna. Menguando. Cada día más. Hace seis días que no se ducha. El pelo grasiento, las ojeras prolongadas hasta los dedos de los pies, las uñas como gavilanes. Se da por vencida. Se levanta de la cama como si no estuviera lesionada. Abre el armario. Se enfunda en el tutú. Se mira al espejo. Sonríe. Sale a la calle. Plié. Cruza. Relevé. El semáforo en rojo. Fouetté. Fin de la coreografía.