El viento Sur

“Cuarenta años y dos días. Así comienza esta historia”

REVISTA WRITER AVENUE

Cristina Bivachi

4/7/20253 min leer

El viento Sur.

Cuarenta años y dos días. Exactamente, ese tiempo estuve dedicada a construir una historia con los vicios y las deficiencias propias de un amor cuyas versiones ya estaban desgastadas.

Cuarenta años y dos días. Así comienza esta historia.
Siempre quise tener novio, siempre quise tener un novio como él.

Vicente era soltero, vivía con su madre y no tenía intenciones de casarse ni tener hijos.
Dedicaba su día al estudio contable, a administrar las hectáreas de la familia y por las noches dormía conmigo.

Solía regalarme dulces, conversar sobre fútbol y desaparecer por semanas, porque iba a vender el ganado, la cosecha o simplemente desaparecía, sin excusas, aunque en realidad, yo nunca se las pedía. Los matemáticos tendemos a no tener en cuenta detalles poco relevantes como los estados de ánimo. Aquellos años fueron lentos, casi inmóviles, llenos de fantasías.

Recuerdo la Navidad del ’83, cuando celebramos el regreso a la democracia. Vicente compró un lechón, invitó al pueblo entero. Fue una noche inolvidable, aunque no supe por qué mis premoniciones me atosigaban. Él se veía altivo, elegante, cariñoso. Vicente hacía promesas con la exaltación juvenil que lo caracterizaba, y mi pasión incondicional y absurda las fue creyendo una a una.

Debo aclarar que vivimos en un pueblo donde sumamos apenas unos cientos de habitantes y nos conocemos hasta en ropa interior.

Vicente era compañero de escuela de mi hermano. Acostumbraba visitarnos, jugar a las cartas con mis primos y reír juntos sin parar.

No me lo podía sacar de la cabeza. Me llamaba cada día a la misma hora y a veces pienso que desde el principio supe que nunca había sido la única. Mi vida entera estaba dedicada a las clases de matemáticas y a Vicente. Me sentía plena, porque nunca tuve la intención de ser madre; me alcanzaba con los adolescentes del Liceo y sus problemas. En aquellos días el tiempo había perdido consistencia.

La camioneta estaba estacionada en la esquina de la plaza. Los vidrios empañados y el motor encendido. La policía tuvo que romper el vidrio del acompañante. Vicente estaba sentado, con el celular en su mano.

―Un infarto masivo― dijo el doctor Garcés.

Lo velaron en la casa materna.

Llegué aturdida, desconsolada.

Una mujer rubia de ojos claros inmensos me recibió. Me preguntó quién era. No me salían las palabras. Ella, con acento extranjero, se presentó como la esposa de Vicente.

Me comentó con la voz quebrada por el dolor, que en los últimos meses, Vicente estaba tan atareado que apenas viajaba a la Capital. Dijo que no le alcanzaba el tiempo entre los campos, la cosecha, sus hijos.

Es extraño, recuerdo perfectamente lo que me dijo ella, pero no me acuerdo de lo que dije yo. Estaba confundida. No me lo esperaba.

Pedro Arizmendi, su socio y amigo desde la universidad, me tomó del brazo, su rostro tomó una expresión insólita, me condujo al patio y con palabras llanas me dijo que él supo de la doble vida de Vicente durante el Covid.

—Sarita, ¿te acordás que él había quedado varado en la Capital cuando la pandemia?

Acá estaba todo cerrado; él, allí, y yo, en el pueblo. Hubo meses complicados, obligaciones a cumplir, cheques que venían de vuelta de clientes de toda la vida. Una tarde, casi llorando, me dijo que a veces se sentía cansado, no físicamente. Me confesó que era como si de repente todo se hubiese derrumbado. Parecía frágil. Me dijo que le pesaba tener cincuenta años. Me dijo que debía darte explicaciones. Que debía hablar. El gordo no quería engañarte. Siempre estuvo loco por vos.

Pedro terminó el cigarrillo con una calada tan intensa que le marcó dos surcos en las mejillas.

Soplaba el viento Sur, mis piernas tomaron el impulso que mi cuerpo necesitaba para salir de allí. Era casi de noche. Me parecía estar sumergida en una pecera llena de agua estancada. Una verdad profunda, la más brutal, la más humillante, me envolvió sin compasión.

Vicente estaba muerto.

Siempre había querido tener un novio como él.