Espejo de mi espejo
“Lo noté por primera vez un jueves en el que reñíamos mientras yo lavaba los platos en la cocina”
REVISTA WRITER AVENUE
Norah Zuloaga
3/5/20252 min leer


Lo noté por primera vez un jueves en el que reñíamos mientras yo lavaba los platos en la cocina. Últimamente, discutíamos por todo. Puras tonterías en realidad. Y en cada uno de estos episodios yo sentía cómo se me nublaba, o más bien distorsionaba, la visión. Al principio se lo atribuí a la ira que caldeaba dentro de mí cada vez que mi hija me hablaba así; como si por ese malestar se disparara un zumbido en la sien que alteraba mi foco visual.
Yo sabía que yo era el adulto, que yo era quien debía mantener la cordura. Sin embargo, me dominaba la cólera al escuchar sus palabras punzantes. Pero creo que más que coraje, era tristeza, o incluso, culpa; un desasosiego que me asfixiaba y me hacía explotar.
Ese jueves, nos herimos. No recuerdo el detonador inicial, pero debió haber sido una de esas trivialidades de siempre: que primero debía terminar su tarea, que no podía llegar más tarde de la hora acordada… en fin.
En el momento que ella comenzó a carburarse, yo dejé caer con fuerza el plato que lavaba. Mi mente me suplicaba que respirara y que hablara con ella, que sobre todo la escuchara; pero mi brazo pudo más que mi voluntad y el plato, que aún escurría agua, azotó contra la mesa. La cerámica estalló en la superficie, y yo enajenada y avergonzada, desvié la mirada hacia la ventana. Vi mi reflejo como un holograma creado por los rayos del sol. Pude verme junto a mi hija con un trozo de plato roto en mis manos. Pero mi rostro ya no era el mío, sino el que alguna vez fue de mi madre. Era su ceño fruncido y su frente que se arrugaba cuando se exaltaba, era su nariz que se inflaba con cada resoplido y eran sus mismos ojos que destellaban dolor, impotencia y arrepentimiento en una sola mirada; tres ríos que desembocaban en un mismo mar espeso.
Desvié la mirada de mi reflejo y fue cuando vi el rostro de mi hija adulterado por un rayo de luz que atravesaba el cristal de la ventana. Sus facciones ya no eran las suyas: sus ojos cristalizados, sus labios trémulos y sus sollozos opacos eran los míos, muchos años atrás sentada frente a la barra de fórmica, discutiendo con mi mamá mientras ella, irritada, lavaba los trastes.
Ante el espejismo, me congelé. Pero ella, mi niña, me quitó el plato fracturado de la mano, me sacó de mi trance, cerró la llave por donde el agua aún corría y me abrazó. Me abrazó con la fuerza de quien entiende, de quien deshace un nudo visceral con un nudo de brazos, con la compasión de quien perdona y con la madurez de quien sabe que no hay nada que decir. En sus ojos, vi los míos, y en el fondo de su mirada vi otros ojos desconocidos que en un futuro lejano reflejarían los suyos.