Incomprendido
“Hablan de mí en el diario y en el canal de cultura. El póster con mi foto se luce en las principales esquinas de la ciudad”
REVISTA WRITER AVENUE
Cristina Beatriz Bivachi
12/22/20242 min leer
¡Al fin! Después de setecientos cincuenta días, quinientas páginas, miles de correcciones, lecturas desprolijas y otras a deshoras, vi la luz en el estante principal.
Fui protagonista de la Feria del Libro y me presentó al Premio Nobel de Literatura. Para esa ocasión eligió uno de los capítulos en los que se describen los sentimientos más confusos del ser humano. Me sentí complacido y disfruté de los aplausos.
Hablan de mí en el diario y en el canal de cultura.
El póster con mi foto se luce en las principales esquinas de la ciudad. Hasta un cartel luminoso colgaron de la torre de la Telefónica.
La Editorial me agasaja en sus salones y soy tema de conversación entre profesores y alumnos.
Algunas tardes, mientras cae el sol, me miran con insistencia, me manosean y hasta huelen las tapas de cuero rojo, otros deslizan sus dedos por las letras doradas del título para luego dejarme de costado, cerca del borde.
Adoro los domingos en los que me toman delicadamente, se sientan y disfrutan de mí. Leen la contratapa que es breve y concisa y hasta comentan que soy muy bueno. Justamente fue en uno de esos fines de semana en que aparecí dentro de una delicada bolsa de papel. Durante varios días esperé ansioso junto a varios amigos hasta que me llegó el momento. Me sentí muy orgulloso, cuando descubrí que me había elegido a mí y no al de tapa blanda y verde o al pequeñito de cientos de hojas.
¡Me había elegido a mí! Estuve varios días conviviendo en sus portafolios con carpetas de color naranja que contenían papeles de una sucesión con sellos de abogados.
La mañana del 20 de marzo, cuando una ráfaga fría anunciaba el fin del invierno, me subió a la terraza buscando privacidad. Sacó las gafas del bolsillo superior. Tomó un sorbo de café humeante de su taza preferida. El cielo grisáceo prometía tormenta.
Las imágenes pequeñas de gente transitando por el puente no se detenían. Es más, se aceleraban tanto como su respiración. Encendió un cigarrillo. El tabaco intenso le devolvió un latido fuerte del corazón. La imagen del desorden de los transeúntes no logró distraerlo de la lectura de la dedicatoria. Sus ojos no se apartaron de mí. Ignoro por qué me eligió. Recorre las oraciones con anhelo. Se aferra a mí como si fuera un corcho para mantenerse a flote. Me disfruta extasiado. Relee el capítulo cuatro. Repite en voz alta algunos párrafos. Se pierde entre mis páginas. Me subraya y me escribe con letras gruesas.
Suspira.
Cierra los ojos.
Vuelve a la dedicatoria: “Donde estés, estaré, donde vayas, te seguiré”.
Posa la mirada perdida en el horizonte. Una metáfora cierra el capítulo cinco. Me deja a un lado.
Se pregunta en voz alta si los genios no regresan a sus botellas. Si las revoluciones son de los hombres o de las ideas.
Grita. Enmudece. Llora.
Relee la metáfora: “Un azote en el medio del pecho”.
Habla consigo mismo.
Pronuncia mi nombre.
Grita mi nombre.
Me da un puñetazo en la tapa.
Se quita los anteojos.
Me vuelve a abrazar y en un segundo me arroja al vacío.