Irse y despedirse
“La serie se titula Leaving and Weaving y muestra a sus padres durante veintisiete años, despidiéndose de ella”
REVISTA WRITER AVENUE
María Navarro
2/1/20252 min leer


Me crucé con unas fotografías tomadas por una estadounidense, Deanna Dikeman. La serie se titula Leaving and Weaving y muestra a sus padres durante veintisiete años, despidiéndose de ella. Generalmente, aparecen agitando los brazos y sonriendo, diciendo adiós cada vez que terminaba su visita y la fotógrafa emprendía el retorno a su propia casa. Capturó 93 adioses, atravesando la muerte de su padre y finalizando con la imagen de la casa, sin nadie, luego de que su madre también falleciera.
A veces me pregunto si extrañaré a mi mamá el día que se muera. Por momentos siento que nunca llegará, que mamá es indestructible. En otros, creo que ni siquiera me va a doler, que apenas me va a mojar como si fuera una marea suave en pleno verano. De chica, tenía pánico ante un abandono imaginario. Cada vez que salía a hacer las compras y tardaba más de lo esperado, yo me la imaginaba pisada por un tractor. No era un auto ni un colectivo, sino un tractor de campo que la aplastaba en el medio de la ciudad. De mi bisabuela, lo primero que olvidé fue su voz. Cada vez que muere alguien, trato de guardar su tono en mi memoria. Juego a reproducir conversaciones en mi mente, analizando si la voz era grave o más bien aguda, si tenía acento o algún latiguillo especial. Pero la voz se va, se desvanece. Termino recordando a la persona por partes del cuerpo. De algunos recuerdo su cara y su cabello, de otros, como de mi abuela, los rubíes que tenía en el pecho y en los brazos. Compartimos uno, en el mismo lugar, rojo como los tomates que siempre hacía al mediodía, cortados en rodajas gruesas, con una gota de aceite de oliva y mucho orégano.
No sé qué voy a recordar de mi madre. A veces pasan tantos meses sin que nos veamos que empiezo a olvidar su voz. Quizás me acuerde de su cabello negro azabache, quizás, de su piel tostada o de su nariz aguileña. No sé qué voy a hacer el día que muera. No tengo 93 fotos de adioses, ni siquiera tengo una. Nuestras despedidas son secas, más de colegas que de madre e hija. Nos abrazamos de lejos y nos palmeamos las espaldas. En algún momento me sentaba arriba suyo, incluso dormíamos juntas. Luego, el resentimiento, la culpa, el odio, el dolor, y una mezcla oscura que se abre como agujero negro y todo lo traga.
No sé qué voy a recordar de mi madre. No sé si la voy a extrañar como debería. Mi analista dice que puedo alejarla hasta lo imposible porque sé que nunca se va a ir. Mi madre sabe que yo no me puedo escapar y viceversa. La unión es infinita, eterna, enroscada y visceral. Quizás, aquello que nos une está en el reino de lo indescifrable. Quizás hasta consiga recordar su voz.