Itaete siente ira
“Habían pasado tres años desde que su padre contrajo la enfermedad de los blancos”
REVISTA WRITER AVENUE
Sofía Belén Heckel
7/28/20243 min leer
Habían pasado tres años desde que su padre contrajo la enfermedad de los blancos y falleció frente a él, cubierto de pústulas, temblando sin control. Recordaba el calor de su frente sudorosa, el color oscuro de sus labios y sus palabras agonizantes.
Le habían dado la orden de hacerse a un lado. Observó cómo levantaban el cuerpo inerte de su taita y lo depositaban en una fosa común, a menos de un kilómetro de la maderera, donde luego el trabajo continuó como si nada hubiese sucedido.
Pero sucedió. Y su corazón se oscureció y sus ojos se llenaron de odio.
Sin jefe de familia que se hiciera cargo de ellos, a su madre y a él los trasladaron a la ciudad, a trabajar en la casa de unos colonos que pretendían no solo entrega y obediencia absoluta, sino también que aprendieran el idioma, las costumbres y a usar sus ropas.
Itaete quedó a cargo de la caldera, el jardín y el mantenimiento de los equipos que su patrón usaba para trabajar; mientras que su sy cuidaba a la dueña de la casa, se encargaba de sus niños, la comida, la limpieza del hogar y los mandados. Todas estas tareas debían realizarse a la perfección. De no ser así, los castigos eran severos.
Una tarde, madre e hijo salieron juntos al centro. Se acompañaron unas cuadras y al llegar a la plaza, el niño dobló a la derecha hacia la proveeduría; y la mujer, con caminar pausado, giró en sentido contrario.
Cuando el sol caía, cada día se reunían nuevamente en la plaza, y dejándose llevar, volvían a entrar a la casa de sus amos y la rutina continuaba.
Pero ese día Itaete se demoró más de lo habitual. Necesitaba conseguir pinzas y lo habían mandando a otro mercado a buscarlas. Volvía apurado, pensando en su sy, que estaría preocupada por su tardanza, esperándolo en la plaza. El último tramo lo corrió. Porque sí, por impulso. Para acelerar el encuentro y el regreso a esa vida no deseada.
Y apenas vislumbró el álamo de la esquina de la plaza, paró en seco. Un grupo de hombres rodeaba a una mujer india. Gritos, sus manos defendiéndose, risas, forcejeo. Y una vez más el corazón del niño oscureció y sus ojos se llenaron de odio.
Corrió hacia ella, la defendió como pudo y logró apartarlos. Reían, todavía reían; y a él le hervía la sangre. La levantó usando toda la fuerza de su cuerpo y la llevó a la casa. Los echaron, de alguna manera se habían convertido en una vergüenza para esa familia. Más odio y oscuridad.
Itaete, que tenía esas caras grabadas en su mente, salió, armado con tan solo un facón, en busca de venganza. Empuñaba el facón con fuerza, con orgullo, este había pertenecido a su taita guazú.
Los encontró tomando vino en una taberna. Se les acercó por detrás y desvainó el arma en silencio. En el momento exacto en que la tragedia se precipitaba, sintió el peso de una mano en su espalda. Volteó sobresaltado y reconoció a un hombrecito bajo, vestido con una túnica negra y sosteniendo un gran libro rojo en la mano, que le dijo:
―Salmo 5 según San Mateo: “A cualquiera que te abofetee en la mejilla derecha, vuélvele también la otra”.
El padre Juan los hospedó en su iglesia. Les dio el cariño y el respeto que por tanto tiempo se les había negado. Les enseñó la palabra de Dios, el amor al prójimo y la existencia del cielo y del infierno.
Una tarde cualquiera, el grupo de hombres de la taberna apareció muerto bajo la sombra de las hojas del álamo.
―Salmo 1 según San Juan: “Aquel que esté libre de pecados, que tire la primera piedra”.