La cena real

“El líquido goteaba desde el borde de la mesa y manchaba de un rojo cereza el suelo de piedra”

REVISTA WRITER AVENUE

Rocío S. Cortés

7/29/20244 min leer

El líquido goteaba desde el borde de la mesa y manchaba de un rojo cereza el suelo de piedra. Derek se agachó, humedeció su índice y extendió el vino entre sus dedos con ayuda del pulgar, notando como estos se volvían pegajosos. Se los acercó a la nariz, con cuidado de no manchar su bigote. Hasta él llego el olor a uva fermentada, pero había uno más, uno que no terminaba de adivinar. Quizá se trataba de eso. El veneno.

Había ocurrido rápido. En el inicio de la cena, cuando curiosamente el catador real había hecho su trabajo. Recordó quienes se habían acercado al rey desde entonces hasta que este había caído, tras varios aspavientos, con un golpe sordo sobre su filete de cerdo asado.

El noble Fausto, con su sonrisa gatuna y surcos de sudor en su camisa a la altura de las axilas, se había limitado a darle la mano con visible nerviosismo, llegando a hacer temblar la copa que sostenía con la otra. Su hija, la princesa, ataviada con un bonito vestido floral, había besado a su padre con dulzura en la mejilla y charlado un rato con él; en ese momento ambos tenían copa y la del rey descansaba en la mesa, junto a la jarra de vino.

Después se había acercado el consejero real, cuando el rey aún hablaba con la princesa, se había inclinado sobre él para susurrarle algo al oído; fue entonces cuando el rey volvió a rellenar su copa y la de su hija. Esta se alejó cuando uno de los sirvientes apareció con un trozo de tarta de nata que había de postre y la había colocado junto a la copa de vino. La viuda del fallecido príncipe Fernando, con un gesto serio y ojeras marcadas, se había inclinado ante él, también agarrando una copa de vino y había brindado con él en honor al príncipe perdido. Esta había sido la última y, por ende, la principal sospechosa; ahora esperaba en los calabozos su destino.

Derek se puso en pie suspirando, agarró la copa volcada sobre la mesa con brusquedad y olfateó con cuidado de nuevo. Esta vez, aquel aroma empalagoso junto al dulzón del vino parecía… Era como la vainilla, pero sin llegar a serlo. Entonces, lo supo. Era véllora. La véllora olía como la vainilla, pero con cierto amargor. Debió de ser una véllora muy fuerte para que hiciese efecto tan rápido en el rey.

Por el rey no había nada que hacer, pero para ella aún había esperanza. Apenas había saboreado el vino cuando su padre cayó, pero había sido suficiente para sumirla en un mudo dolor de temblores y sudores fríos. Por suerte, el antídoto contra la véllora se encontraba en la misma flor. En su frágil tallo y sus retorcidas raíces.

No tardó en salir a caballo para galopar hacia su destino. Era primordial salvarla, de lo contrario el reino estaría perdido. El heredero había fallecido hacía unos meses en una cacería y ahora la rueda de la fortuna volvía a girar en contra de la familia real.

Cuando descabalgó frente a la vieja cabaña, aún tenía la respiración agitada. No se había detenido en todo el trayecto para no perder tiempo, los músculos en tensión de su espalda y de su trasero se lo recordaban.

Llamó y entró. Escuchó el quejido de la puerta al cerrarse despacio tras de sí y luego el crepitar del fuego donde el boticario preparaba sus mejunjes. Era un anciano encorvado, de gran barriga, ruidosa respiración y que emanaba un extraño olor a queso.

Derek le pidió lo que necesitaba y, mientras aquel anciano hacía tintinear sus tarros, cruzó los dedos al par que susurraba plegarias a los dioses. Su corazón dio un pequeño brinco y dejó la plegaria a medias, cuando el anciano boticario exclamó de repente agarrando una pequeña bolsa de lino. Sin mediar palabra, puso su contenido en un cazo al fuego. Eran tallos secos y delgados, que podía romperse y triturar con la mano con facilidad. El olor a vainilla empezó a inundar la habitación conforme se hacía el antídoto. El anciano removía el contenido del cazo mientras murmuraba y volvía verter aquella hierba triturada hasta tres veces. Poco después, le tendía una infusión embotellada.

Sintió tal alivio al salir de la cabaña que le temblaban las manos al guardar el antídoto en su alforja y sonreía con emoción cuando cabalgaba de vuelta al castillo. Una vez allí, el consejero insistió en examinar el contenido del antídoto, pero no se lo confío. Él mismo pidió permiso para entrar en los aposentos de la princesa. Esta yacía dormida, rodeada de sus damas de compañía y uno médico. Aún conservaba el color rosado de sus mejillas, había esperanza. Derek no se entretuvo y dejó el antídoto en el tocador, junto a un ramillete de flores blancas, y le indicó al médico como debía usarlo. El olor a vainilla era tal que salía del frasco antes de que ese lo destapara para usarlo en la princesa.

Pasaron los días y la princesa pidió ver al caballero que había salvado su vida. Le recibió en el salón del trono con su hermosa sonrisa, sus ojos del color de la noche sin luna y con la elegancia dorada de una reina. Mientras le dedicaba unas palabras, Derek la observaba. Sus mejillas sonrosadas, su gesto altivo adaptándose a su nuevo papel, su voz clara y firme. Se acercó a ella con paso más seguro del que sentía y reteniendo la amplia sonrisa que luchaba por expresar su orgullo de héroe. Se acercó y se arrodilló mientras la princesa le otorgaba la cruz de oro y le nombró miembro de su futura escolta.

Tras las palabras de gratitud de la princesa, se puso en pie lentamente. Su mirada ascendió, observando desde sus densas faldas, hasta su corpiño adornado con florecillas blancas y terminó en la brillante corona que ahora lucía en su cabeza. Y entonces, volvió a captarlo, aquel aroma tan empalagoso, la vainilla amarga. Frunció el ceño y se quedó observando las flores blancas que adornaban su pecho con atención. Abrió la boca con lentitud, comprendiendo.

—Será un buen y leal caballero de mi corte —le ordenó ella más que alabarle, expresando delicadeza con su tono, pero dureza en su expresión y frialdad en esa sonrisa perlada.

La miró, perdiéndose en el abismo oscuro de sus ojos. Tragó saliva y contestó:

—Siempre, mi reina.