La dama

“Cuando se marchaban, ella se sentía sola; pero era demasiado orgullosa y majestuosa para admitirlo”

REVISTA WRITER AVENUE

Rocío S. Cortés

6/20/20242 min leer

Amanecía. El sol se elevaba por encima de la tierra, de las montañas… y ella lo vio.

Se bañó con su luz dorada y, por un momento, disfrutó de la belleza que le proporcionaban sus rayos antes de vestirse con su habitual color rojo.

En seguida, empezó a impacientarse; sabía que pronto llegarían. Se paseaba inquieta de un lado a otro, preparándolo todo, embelleciéndolo, ordenándolo, encantándolo… ¡Ya estaban allí! Ya los veía llegar. Uno, dos, tres… diez, doce, veinte… imposible contarlos a todos, no le daba tiempo, eran muchos sus invitados y llegaban en grandes grupos.

La Dama se apresuró a abrirles sus puertas y su corazón para que pudieran admirar su hogar y a ella misma.

Eran pocos los días en los que los súbditos podían visitarla personalmente y se sentían muy afortunados, todo un honor poder estar tan cerca de La Dama.

Al principio, sus invitados caminaban con prisa, emoción y nerviosismo; pero después la velocidad de sus pasos menguaba al ver la belleza, el misterio y la magia de su anfitriona. Los ojos de los invitados brillaban y sus bocas se entreabrían, dejándose llevar por los encantos de aquel lugar. Vieron sus enormes salones, sus extrañas bóvedas, las espirales ensortijadas de sus muros, sus bonitos jardines, las callejuelas que lo rodeaban y el mágico bosque que lo custodiaba todo.

Los visitantes estaban tan maravillados con lo que veían, que llenaban de halagos a La Dama y a su hogar. Ella no podía hacer otra cosa que sonreír tímidamente, ruborizada por sus bonitas palabras. Le gustaba que estuvieran allí, necesitaba de sus alabanzas y de su compañía, con ellos se hacía más fuerte y poderosa.

Cuando empezaba a atardecer, los visitantes dejaban, muy a su pesar, aquel lugar y a La Dama. Se iban con la promesa y la extraña necesidad de volver, pues ella les había hechizado, condenados a anhelar regresar a su lado para contemplarla una vez más.

Cuando se marchaban, ella se sentía sola; pero era demasiado orgullosa y majestuosa para admitirlo. En lugar de eso, La Dama corría hasta la torre más alta de su hogar y desde allí admiraba su reino, para después lanzar un último encantamiento.

Alzaba los brazos hacia el atardecer, retrasando la apuesta de sol, y esparcía su magia al son de la campana que adornaba la torre. Los colores anaranjados la hacían más bella e hipnotizaba con ellos a los viandantes que pasaban cerca. Algunos de estos súbditos, recorrían las callejuelas hasta los lugares más elevados del reino para observar mejor a La Dama. Muchos creían que contemplarla desde aquellos miradores ayudaría a su buena fortuna, unos que enamorarían a la mujer que deseaban y otros que quedarse ciego en aquel instante sería la peor de las maldiciones. La Dama era su pasión, su protección y su bálsamo.

El sol terminó por ocultarse, dejando paso a la luna y su séquito de estrellas. Ellas la despojarán de su habitual color rojo, cubriéndola ahora de una tenue plata, envolviéndola en misterio y leyenda. Estos astros la acompañarán en la noche. A ella. A La Dama. A esa a quien todos llaman… Alhambra.