La habitación de las parejas predestinadas
“Una modista sin hogar y una bailarina están en una habitación de paredes blancas”
REVISTA WRITER AVENUE
Carmen Campo Lerma
3/4/20252 min leer


Una modista sin hogar y una bailarina están en una habitación de paredes blancas. No hay ventanas. La puerta no puede abrirse desde dentro, pero la verdad es que las dos han pagado por estar allí. Todo el mundo sabe que la bruja Esmeralda nunca se equivoca, porque ella ve el hilo rojo invisible que une a la gente y, como ocupación, se encarga de hacerlo visible.
«Algo ha salido mal», se repite la modista mirando a todas partes. La otra mujer exuda todo lo icónico de Chanel en cada parpadeo. Su cabello rubio platino está recogido en una coleta y lleva joyas. La modista empieza a pensar que ha sacrificado el dinero de dos comidas solo por la soledad, y ahora todo parece una tontería.
La bailarina no ha podido cambiar su expresión desde que se fijó en sus ojos tan marrones, y en esa rabia que afecta a su forma de moverse, y que la intriga, porque a ella le pasaría igual si tuviese fuerzas. La modista lleva varias chaquetas hechas de retazos de telas muy dispares y huele a algo podrido, pero la otra se acerca.
—¿Es que no vas a pedir tu dinero de vuelta? —le espeta la modista—. Me niego a ser tu obra de caridad.
Se mantienen un rato en silencio, hasta que la bailarina sonríe.
—¿Es a lo que estás acostumbrada? —le pregunta ella con suavidad. —Seguro que no te esperabas ver a alguien de la calle aquí.
La bailarina niega con la cabeza.
—¿Has hecho tú esa chaqueta? —pregunta, escudriñándola cada vez un poco más cerca. «Es un trabajo digno de un maestro de vestuario», piensa—. Es muy original.
La luz había sido extinguida en los ojos de la bailarina, y precisamente por eso, ella supo que estaba diciendo la verdad. La gente cansada no miente.
—Soy modista… —Tomó aire e intentó relajar sus músculos—. Era modista. Me llamo Elena.
—¿Te gustaría trabajar haciendo el vestuario para mi compañía de danza? —Las palabras se le escaparon como quien sazona demasiado pronto un plato.
—¿Tan rápido? —preguntó ella, sin dejar de mirar sus ojos verdes—. ¿No quieres referencias? ¿O comprobar que no soy una asesina?
La bailarina sonrió.
—Creo firmemente en Esmeralda. Y si resultas ser una asesina —se miró las manos por un momento—, que así sea.
Para Elena estaba clarísimo: ella no tenía ganas de seguir con su vida tal como estaba. Y lo entendió como el amputado que entiende al cojo, pero no podía compartirlo, porque para Elena vivir era lo más grande que podía hacerse. En ese momento, cada una por su cuenta, quiso prometer que iban a intentar eso de la predestinación.
Justo a tiempo se escuchó un pitido y la puerta blanca se abrió, revelando un mundo en el que la noche ya acariciaba el asfalto.
—¿Vienes a mi casa? Por cierto, me llamo Ana.
—Necesitas terapia urgente —respondió Elena con una sonrisa.