La mosca

“Una tarde de primavera estás tan tranquilo en tu cuarto, con la mente enfocada en algo que te gusta, te distrae, te hace sentir bien, y de pronto, una mosca”

REVISTA WRITER AVENUE

Silvia Rueda Lozano

12/21/20244 min leer

Una tarde de primavera estás tan tranquilo en tu cuarto, con la mente enfocada en algo que te gusta, te distrae, te hace sentir bien, y de pronto, una mosca. Tienes la ventana de tu cuarto abierta para que entre el aire y te dé un poco el solecito rico de la primavera, y una mosca decide entrar en tu cuarto. Y empieza a revolotear alrededor tuyo. Al principio no se posa en ningún sitio, pero notas que hay algo moviéndose cerca de ti. Decides ignorarla.

―Ya se irá por donde ha venido―, te dices a ti mismo.

Pero la mosca sigue dentro de tu cuarto, dando vueltas de un lado a otro mientras sigues enfocado en lo que estabas haciendo. Va de un lado para otro; da giros sobre sí misma; se choca con varios adornos del estante; se posa unos segundos en la silla en la que estás sentado. No la notas. Pero sabes, por muy enfocado que estés en lo que estás haciendo, que está ahí. Que no se ha ido por donde ha venido. Que es tan sumamente tonta que no es capaz de encontrar la ventana por la que ha entrado. ¡Y mira que es grande! Y que entra luz suficiente para verla. ¿Cómo pueden ser las moscas tan tontas?

De pronto, se posa en tu mano. Y la mueves para que se vaya. Un gesto suave, sin aspavientos. Y vuelves a concentrarte en lo que estás haciendo. Y se vuelve a posar. En el mismo punto del dorso de la mano en el que se acaba de posar. Y vuelves a moverla. Esta vez con un poquito más de esfuerzo en tu movimiento. Ira está empezando a percatarse de que algo no va como debería ser.

Vuelves a poner tu foco de atención en lo que estabas haciendo. “Puta mosca”, piensas. Ya no estás tan enfocado como antes. Ahora estás haciendo lo que estabas haciendo, pero con parte de tu atención puesta en otro sitio. Tu oído está conectado al zumbido que hace la mosca al pasar cerca de ti. Aunque sigas con lo tuyo. Ya no es igual.

Vuelve a posarse. En la misma mano.

―¡Qué pesada!―, dices en voz alta a la vez que ya mueves, no solo la mano, sino el brazo entero.

Y ella vuelve a posarse. Ya no encima de tu mano. Al lado de ella. Y la apartas de un manotazo de donde está. Esta vez no te ha tocado. Pero ya te molesta lo mismo que si lo hubiera hecho.

Y a partir de aquí, se desata.

Se posa en tu mano. En la cabeza. En la pierna. En el lado derecho. En el izquierdo. Revolotea cerca de tu oído. Zumbido. Te das un manotazo en tu propia oreja sin quererlo. Zumbido. Ahora está en el otro hombro.

―¡Joder con la puta mosca!―, te quejas en un tono más alto.

Ya te levantas. Si la puta mosca va a seguir alrededor tuyo, mejor invitarla a salir tú mismo. Abres la ventana más grande. Abres la puerta de tu cuarto. Y te quedas atónito: por más espacio que le ofrezcas para irse, la mosca solo vuela y vuela sin decantarse por ninguna salida y sin separarse mucho de ti. ¿Cómo se puede ser tan estúpida?

Quieres que se vaya. Quieres volver a lo que estabas haciendo y que la puta mosca de los cojones te deje tranquilo. No has hecho nada para que esté aquí metida. No la has llamado. Ni siquiera estabas pensando en nada que tuviera que ver con ella. ¡¿Por qué no se marcha?!

Y a partir de aquí, ya pierdes los papeles. Gritas. Te enfadas. Coges un papel para intentar echarla. Coges un cuaderno para intentar matarla. Das golpes. Haces ruido. Rompes la paz y la calma que había antes de que todo esto empezara. Y culpas a la mosca. Porque la mosca es una mosca cojonera.

Y al final, cuando quieres darte cuenta, la mosca se ha marchado.

Y ahí te quedas tú. Cabreado, cansado, amargado, triste y jodido. La puta mosca ha irrumpido en tu momento de conexión con lo que estabas haciendo y ha roto tu conexión contigo mismo. Sin ninguna razón. Solo la de existir y haber entrado por un hueco de una ventana que podría haber estado cerrada y tú decidiste abrir sin pensar en nada más.

La mosca ya se ha ido. Y tú aún tienes el eco de su zumbido en la cabeza. “Ya está”, piensas. Te vuelves a sentar y sigues con eso que estabas haciendo. Con eso que te gustaba, te distraía, te hacía sentir bien hasta hace un momento. Pero ahora, tu atención va a tardar un poco en volver a donde estabas, y tú, sentirás una pequeña incomodidad en donde antes estabas completamente tranquilo.

Ahora imagina todo esto que te he contado, pero cambia la mosca por un ataque de ansiedad. E imagina que cada vez que entra esa mosca, la incomodidad se va haciendo cada vez más y más grande. Y que, quien padece de ansiedad, sufre esto muchas más veces de las que una mosca ha irrumpido en tu paz de cada día.