Las dos Fridas
“Frida dispuso los óleos en la paleta, acomodó los pinceles, y luego llenó potecitos con esencia de trementina, aceite de linóleo y aguarrás”
REVISTA WRITER AVENUE
Karina Szydlovski
11/27/20241 min leer
Frida dispuso los óleos en la paleta, acomodó los pinceles, y luego llenó potecitos con esencia de trementina, aceite de linóleo y aguarrás. Su lienzo estaba listo para recibir la pintura desde hacía rato, había necesitado la ayuda de dos mucamas para colocarlo en el atril. El sol de Coyoacán, que fluía con arrogancia por la ventana, calentaba el aire en exceso, pero le daba la mejor luz para pintar.
Se observó detenidamente en el espejo de cuerpo entero situado al lado del atril. Contempló las trenzas de cabello adornadas con flores que coronaban su cabeza. Ahora que Diego ya no la devoraba con sus grandes óculos de sapo, se arreglaba para sí misma. Vio que tenía los ojos tamarrizquitos y cejas como alas de colibrí. Descendió la mirada y la detuvo en su pierna frágil, engrosada a fuerza de enfundarla en varias capas de medias. La vida le afligía demasiado el esqueleto para permitir que Diego sazonara tan mal su dolor. Si Diego ya no la amaba, tendría que amarse ella sola, y debería ser suficiente.
En un mágico instante decidió que iba a retratar a las dos Fridas: a la que anidaba en sus carnes tiernas y a la que habitaba en el rígido espejo. Una Frida desangrada, y otra Frida potente en sus ropas zapotecas de matriarca. Iba a regalarles un corazón moribundo y otro corazón sano que latiría por los dos.
Entonces, comenzó a bocetar envuelta en la melodía que se evaporaba del tocadiscos. La deseante voz de Chavela Vargas entonaba “que te vaya bonito, ojalá se acaben tus penas”.