Las flores de la señora Matilde

“La señora Matilde medía su vida en base a las flores que su casa decoraban”

REVISTA WRITER AVENUE

Renata Matkovic Canevaro

9/28/20242 min leer

La señora Matilde medía su vida en base a las flores que su casa decoraban. Cada pétalo era una hora, cada flor un día. Pero cuando una de ellas moría, ese tiempo se perdía en el abismo del tiempo y la muerte.

No recordaba desde cuándo sucedía esta condena, esta maldición tan bella que inevitablemente la llevaría bajo tierra. La señora Matilde había decorado toda su hermosa, solitaria e inmensa mansión con flores, esperando vivir lo suficiente para criar a su hija Arabella.

Esta pequeña tan singular, con un brillo en sus ojos de maldad, la observaba con sus iris negros ir de habitación en habitación esparciendo flores de todos los colores en cada rincón. Ella, mientras tanto, se estiraba la falda de los vestidos blancos de seda que solía vestir.

Vestidos arruinados por el paso de los años que le apretaban la cintura y los brazos. Todo el dinero se esfumaba en flores, en retoños y en ramos. Había de toda clase: rosas, margaritas, azucenas y jacintos, estos últimos siendo los favoritos de la señora Matilde.

Podía contemplarlos durante horas, viendo sus pétalos caer y sintiendo sus fuerzas desvanecerse.

Lloraba mientras sus flores se marchitaban, para luego ir a la florería a comprar montones de ejemplares nuevos.

Arabella siempre quedaba en casa. Hablaba con las paredes y se abrazaba a las pinturas de madres. Rezaba y rezaba, pero Dios no la escuchaba.

Hasta que una noche, cansada de hablar con las paredes, se recostó en la cama que plagada de flores estaba. Cerró los ojos e intentó dormir, pero una voz la despertó de su ensueño solitario.

No sabía si era un delirio o un simple susurro del Señor, pero al escucharlo no pudo sino pararse y comenzar a deshojar las flores emocionada. Una por una, contando los días que a su madre le robaba.

Se divertía, pues sentía a su madre desfallecer y su respiración decaer.

De pronto, un suspiro o quizás un grito rompió el silencio de las flores. Allí, en la habitación contigua, su madre yacía inerte en el suelo. Sus cabellos largos y claros ahora eran negros y se esparcían por la habitación.

Arabella sonreía, era la primera vez que lo hacía. Se contempló en el espejo y se imaginó a su madre peinándola, a su madre besándola y a su madre queriéndola.

Pero inútil sería todo. Ahora debería buscar el amor de su madre en las flores marchitas, en su cadáver, en las libélulas que volaban por los pasillos buscando una salida y en los retratos de madres amamantando a sus hijas que con sus ojos de acuarela la miraban.