Las voces pusieron mi nombre:
“Una flor carnívora sobre la tierra. Luego y de inmediato cantaron arrullos vanos cuando yo no me dormía”
REVISTA WRITER AVENUE
Yanina Audisio
12/22/20241 min leer
Una flor carnívora sobre la tierra. Luego y de inmediato cantaron arrullos vanos cuando yo no me dormía.
Una jornada que no tuvo tarde, las voces se fueron a otra parte a olvidar el delito, la fundación de su propia familia. El olvido del río que cubre a la piedra y cree con fervor en esa desaparición. La piedra sumergida como un corazón parasitario, ahora compone al río.
Así las voces se habían ido y yo las tocaba crudamente en los elementos de sus fondos. Las historias que allí se contaban, asumían otra música para decir lo que quedaba de daño.
Con resonancia de metales y desde afuera, como el sabor de una moneda o las imposiciones de la alucinación, llegaban los cuentos del casete que yo elegía. Entre las vueltas de esa cinta oscura algo me llamaba a poner el cuello delante del filo.
Los cuentos del casete se sucedían siempre idénticos, esas voces pecaban por exceso, esas voces no se iban. Mi espera estaba hecha de un dolor lúbrico.
Sabía que no me iba a decepcionar, el lobo iba a hacer aquello que iba a hacer el lobo. Yo quería ese miedo de lengua sobre el hielo, ese miedo me hacía otra, en ese miedo me reconocía: piedra sepultada en el barro del río.
Pero todo dolor y toda lubricidad pide variaciones. El casete fue a silenciar su lobo en una cajita.
Pero toda lubricidad y todo dolor pide variaciones. Era la hora. Solté la voz que apuraba pequeños lobos en el vientre de una madre inquieta y dormida. Solté la voz en un vómito de tinieblas. Temblando en un sueño de hoja verde que amenaza a la arena donde irá a extinguirse.
Provocarme el miedo y resistirlo. Herir desde el fondo que olvidaron las voces, en un triunfo minúsculo y eventual. Herir la esporádica memoria del río.