Malaganda

“El cemento helado brillaba como nuevo y apenas eran las once de la noche. Malaganda no sentía frío, ni calor”

REVISTA WRITER AVENUE

Julieta Cao Taboh

7/29/20242 min leer

Malaganda se corrió el pelo de las orejas que rápidamente el viento llenó de pastillas de mentol. El cemento helado brillaba como nuevo y apenas eran las once de la noche. Malaganda no sentía frío, ni calor. Vienen las heladas. Viene también un pensamiento oblicuo hacia el semáforo más cercano. Los semáforos son buenos escuchando. Son firmes y organizados, entonces Malaganda, de baja estatura y cabeza revuelta, se sentía convencido de ser Malaganda cuando estaba cerca de alguno. Porque un semáforo es un lugar seguro donde dudar de uno mismo.

Los muertos duermen de seis a siempre, piensa Malaganda, y se le estiran las orejas. Cruza las avenidas inmóviles de las tres de la mañana, pisa el cemento, helado, dice. Una cordialidad, porque él no tiene ese tipo de patas. Malaganda cruza por acá y por allá las calles quietas en la noche invernal, usa ropas innombrables y se repite el trabajo como un rezo silencioso. Da saltitos o camina arrastrándose, en un frasco de mermelada o suspendido en la luna.

¿A cuántos hoy, Malaganda?, se dice como si su voz creciera indignada desde el estómago de otro. Otra cordialidad, porque Malaganda no se indigna. Avanza sobre sí mismo, apenas sonriendo.

Repasa en silencio el trabajo del día, va, viene, sube y baja de sus ideas, el primero vive cerca, faltan pocas cuadras. Es ahí, ese edificio que tiene una sola ventana iluminada porque solo hay una luz encendida. Una luz en todo un edificio es muy poca luz, piensa Malaganda para los amarillos intermitentes del semáforo roto.

Se para de frente al edificio. De un pliegue de sí mismo saca un papelito y lee en silencio. Mira hacia atrás y presta atención al amarillo fuera de servicio. Vuelve hacia el edificio. Entonces, empieza todo, como quien da un golpe mudo y trabaja fuerte sin que se note. Da la orden del autodesmayo; la frente se le llena de frío y sabores raros le trepan la lengua hasta la parte alta del paladar, abre grande la boca y un torrente vacío le ensancha las costillas. Se desmaya en el cordón de la vereda.

Durante las primeras dos horas, no pasó casi nada. Malaganda dormía arrollado como una forma indefinida de carne vieja. Lo despertó la sirena de una ambulancia que estacionó en la puerta del edificio. Despacio se paró y fue hasta la esquina a mirar todo desde el semáforo. Un médico tocó el timbre en uno de los departamentos. A los pocos minutos entró con la camilla y otro médico más. Varios minutos después salieron ambos. En la camilla llevaban a un viejo que parecía un niño. Malaganda sacó el papelito, se metió un dedo en la oreja y tachó. Malaganda, uno menos, uno menos, Malaganda, Malaganda, dijo para sí mismo, por cordialidad.