Mariela
“Mariela enviudó el día de Navidad de 1912. Su difunto marido, ebanista de profesión, había perdido el juicio un año antes”
REVISTA WRITER AVENUE
Conchi Salas
11/28/20244 min leer
Mariela enviudó el día de Navidad de 1912. Su difunto marido, ebanista de profesión, había perdido el juicio un año antes por motivos poco claros. Su mujer decidió entonces encerrarlo hasta su muerte en la única habitación de la humilde cabaña de madera, a la que se trasladaron nada más casarse, cuando ella tenía apenas 16 años.
“Complace a tu marido y serás una mujer feliz” fueron las únicas palabras de su madre el día de la boda en la pequeña y fría iglesia del pueblo.
Cuando Mariela perdió su sangrado menstrual, decidió mentir a su joven marido y ocultarle aquella anomalía biológica que, pensaba ella, sería un síntoma claro de alguna enfermedad o debilidad femenina. Todas las mujeres de su familia sangraban cada mes y ella también llevaba haciéndolo desde los 13 años, cuando su madre le asignó un número concreto de trapos que debería lavar y secar al sol para conservarlos como quien atesora un secreto o una herencia.
Después de cuatro lunas, el ebanista se percató de que el vientre de su mujer albergaba el temblor de un pececillo inquieto y que de sus pechos brotaba, de vez en cuando, una cúpula líquida del color de la madera recién pulida.
Mariela se sonrojó cuando su marido le habló de sus lunas. El carpintero se sintió dichoso y prometió a su mujer que siempre cuidaría de ella.
Durante el embarazo, la joven se dejó ver en alguna ocasión por el pueblo al que se desplazaba en un carro tirado por una vieja mula. Los habitantes de la pedanía se dieron cuenta rápidamente que no solo iba transformándose su cuerpo en el de una mujer preñada, sino que también iba cambiando su rostro y su mirada y que, poco a poco, parecía irradiar una luz distinta, algo perturbadora. Las mujeres la miraban con cierto recelo y los hombres agachaban la cabeza cuando se cruzaban con ella por la calle, como si vieran pasar una diosa, como si sus pies se levantaran del suelo en una suerte de levitación incorpórea.
Mariela alumbró a su hijo un 25 de diciembre a las tres de la madrugada. El parto había empezado el día anterior y la joven madre sufrió unos dolores tan espantosos, que su marido no supo qué hacer y corrió a llamar al médico del pueblo. Después de más de diez horas de parto, Mariela dio a luz. Ante la cara de asombro del médico, la mujer preguntó por su hijo, a quien el doctor envolvió en unos trapos y puso en brazos de su agotada madre. Ella lo observó inquieta. Era un bebé hermoso, de una palidez asombrosa, casi cegadora. La madre separó los trapos del cuerpo del recién nacido para conocer su sexo y poder elegir un nombre, pero se quedó muda cuando ese ser de luz se mostró desnudo ante ella, pues su cuerpo no reflejaba sexo conocido. La madre, medio desvanecida, dio la vuelta a su bebé y de su diminuta espalda brotaron dos alas blancas como la luna y brillantes como el sol.
Mariela perdió la conciencia durante unos minutos y al despertar, vio a su marido con su bebé en brazos. El carpintero no pronunció palabra alguna ni se adivinó en su rostro ningún gesto. Su mirada, vacía y pétrea, asustó a la joven madre cuyo cuerpo todavía temblaba por el milagro de la vida. El ser alado en brazos de su padre lloraba intensamente y al compás del llanto de su hijo, los pechos de Mariela rezumaban un líquido brillante y espeso que iba empapando sus ropas.
“Dáselo, José, devuelve el hijo a la madre” resonaba en la cabeza del ebanista como un mantra una y otra vez. Pero José se movía entre el amor y el odio, como las olas oscilan indecisas entre la arena y el océano. “Devuelve el hijo a la madre, puesto que de él concebirá en su día al hijo de Dios”.
José, creyendo enloquecer, puso al recién nacido sobre el pecho de su madre, al que este se aferró rabioso mientras abría sus alas blancas y majestuosas que iluminaron de un modo cegador el rostro de Mariela, un rostro que ya no era el de su esposa.
El médico regresó a su casa pálido y jamás contó nada de lo que vio aquel día. Nunca más se vio a Mariela por el pueblo.
Algunas malas lenguas inventaron que madre e hijo fallecieron durante el parto y que el padre, roto de dolor, habría enterrado a la mujer y al bebé en la ladera de la montaña y se había encerrado para siempre en su casa. Otros aseguraban haberla visto, siempre embarazada, deambular entre los árboles con el cabello negro despeinado y algo pálida, acompañada de un ser angelical y bañados ambos en luz.
Hubo quien creyó escuchar, durante años, los gritos de dolor de Mariela envueltos en llanto de recién nacido cada veinticinco de diciembre mientras el espíritu del ebanista deambulaba alrededor de la cabaña.
Mariela vivió sola en el bosque hasta su muerte. Su primer hijo murió estando ella embarazada del segundo, que desapareció una noche de primavera a los 33 años de edad y a quien su madre jamás buscó.