Mascletà
“Eugenia Mazhuk camina hacia al Ayuntamiento empujando el cochecito con una mano”
REVISTA WRITER AVENUE
Sofía Belén Heckel
9/28/20244 min leer
Eugenia Mazhuk camina hacia al Ayuntamiento empujando el cochecito con una mano, con la otra tironea de su hijo que, distraído, apenas puede esquivar la maraña de gente marchando a diferentes velocidades, en la misma dirección que ellos. La madre lo levanta en brazos para apurar el paso, es que se le ha hecho tarde y ahora moverse con una bebé y un niño pequeño se vuelve dificultoso.
Distingue los edificios que rodean la plaza, la multitud se cierra y ya no es posible avanzar más. “Acá nos quedamos”, le dice a Artur mientras lo deja en el suelo nuevamente. El niño mira al cielo maravillado, expectante. “¿Cuánto falta?”
Ella está bajando el parasol para proteger a la criatura del calor de la tarde. Le ajusta los protectores auditivos. Le hace una caricia, acomoda el chupete y mira el reloj. “Falta media hora”, al niño le parece tiempo suficiente para prender algunos petardos más, abre la caja de madera que le cuelga del cuello y elige la mejor opción.
“Cuidado dónde tirás, cuidado con tu hermana” advierte la madre con mirada severa. Todo esto le parece una locura, pero su hijo se ha integrado bien en la comunidad y disfruta de esta época festiva. En la escuela le han hablado mucho de este evento, con sus compañeros fueron a comprar pirotecnia juntos. Puede entender que esté entusiasmado, los valencianos le han contagiado la fiebre de las fallas.
Ella lo ve feliz y resiste su incomodidad, la ansiedad que la situación le genera. Los recuerdos que emergen cada día a las dos de la tarde, cuando el espectáculo de explosiones comienza y le vibra el pecho. No sabe cuánto tiempo más vivirán allí. Por como vienen las cosas, probablemente toda la vida. Tienen que integrarse, agradecer su nuevo hogar. Está bien que Artur lo disfrute.
La primera explosión, para ella, fue demasiado cerca del coche, pero la beba parece no inmutarse. Hay otros niños alrededor y le festejan la detonación a su hijo. Se acercan a revolver en su caja. Se deciden por algo distinto. Corren juntos ahora hacia una bocacalle, con intención de aumentar el estruendo tirando el petardo en un respiradero.
Espera el boom tensa, con los dientes apretados, le sudan las manos mientras se agarra del cochecito con fuerzas. Se recuerda agachada, bajo la mesa del comedor, apretando con esa misma potencia a su hija contra el pecho. Estaba al teléfono. Llamaba todos los días a la familia a la misma hora, luego del almuerzo, probaba con varios números hasta que alguno contestaba. Quería escuchar noticias de Járkov de fuentes reales, quería garantizar que los suyos seguían con vida.
La madre le contaba detalles de los ataques de la última noche, ella podía reconocer el olor a humo y miedo en la historia, pero se le mezclaba un poco con el de ajo salteado de la vecina de al lado. Esa señora siempre almorzaba tarde, una jubilada que abría la puerta cuando los veía pasar, les sonreía amable, y le regalaba caramelos a su hijo.
Agradecía haber cambiado el humo por ese olor aliácido, pero la voz de la madre se le hacía cadente, cansada, la sentía lejos, enterrada en ese sótano inmundo del que decidió huir. Estaba sumergida en la historia que le contaba, la historia de Andrei que había salido cuando comenzaron a sonar las sirenas. Estaba impregnada por la voz de la anciana, visualizando a su hermano corriendo en busca de un refugio, cuando comenzó la Mascletá. El sobresalto fue tal que no tuvo tiempo a racionalizar lo que pasaba. Corrió hacia la cuna en un acto de supervivencia que ya tenía entrenado, levantó a la bebé y se amparó bajo la mesa de la cocina.
“¡Qué pasa hija, qué pasa!”, gritaba la madre desesperada al otro lado del teléfono. Cuando pudo volver en sí, Eugenia comprendió que lo que escuchaba no era un bombardeo, era la fiesta de los valencianos.
Una semana atrás la habían llamado de una ONG que tenía sus datos para darle los pormenores de ese evento, para que supieran que el cielo iba a llenarse de fuego cada noche por los próximos días, que, a las dos de la tarde, por diez minutos sentiría explosiones. Les advertían para que no se asustaran. Entendían que podía impresionarlos dada su condición.
Dada su condición.
Le explicó a su madre lo que acababa de suceder, calmó a la bebé que ahora lloraba, colgó el teléfono cuando supo que todos estaban bien, y se sentó a esperar al marido y al hijo, impaciente.
Cuando llegaron, corrió a ellos apenas abrieron la puerta, los abrazó y rompió en llantos aferrada a su marido. La mente de esa familia se había trasladado 3000 km en el momento exacto en que los 172 kilos de pólvora estallaron. Pensaron en lo mismo, en reagruparse. Compartir ese momento de desesperación.
Un año después, allí estaba ella. Una espectadora más de ese espectáculo ridículo. Con un hijo piromaníaco que saludaba a las falleras cuando desfilaban por la tele.
Suspiró cuando explotó la bomba que anunciaba el inicio del show. El hijo volvió corriendo y la tomó de la mano. Tiró de ella para cruzar miradas. Él sonreía mostrando todos sus dientes. Estaba feliz.