Maternidad

“Por la noche soñé que me hundía; que me hundía en la negrura absoluta, pero que, por primera vez, no tenía miedo a morir”

REVISTA WRITER AVENUE

Gisela Ruz Albacete

12/21/20242 min leer

Por la noche soñé que me hundía; que me hundía en la negrura absoluta, pero que, por primera vez, no tenía miedo a morir.

Miedo.

Ese miedo paralizador, arrollador. Ese miedo que te para la respiración y acelera el pulso hasta el punto de sentir que estás al borde del declive absoluto.

Mi abuela siempre decía que la muerte era el último recado del hombre, ese al que tiene que llegarse con orgullo y dignidad, esperando con pausa y sin prisas tu segunda y eterna vida. Era una mujer que, a sus ochenta y siete años, seguía disfrutando del Jazz como el primer día, moviendo su cabello canoso y sus piernas como alfileres al complejo ritmo de la música. Sus vinilos rallados y el olor a jazmín eran una de las cosas que más recordaba de ella. Su fragancia, su aura... su esencia.

Pero cuando ella murió, contrariamente a lo que siempre me había explicado del reposo eterno, todo el mundo sintió miedo. Lo veía en los rostros de la gente, los ojos desmesuradamente abiertos, como si hubieran visto el fantasma de Hannibal Lecter haciéndoles una aparición estelar. Lo podía ver, además, en el caminar de mi madre, Beatriz Granados, que siempre había sido una mujer con prisas y que en ese momento parecía haberse convertido en cemento, incapaz de moverse dos pasos sin empezar a temblar en el acto. Y, cuando apareció mi yo de ocho años, embestida en unas mallas naranjas y una sonrisa reluciente en el rostro para despedirse de la que había sido su gran referente, también sintió miedo. Una criatura encantadora con una figurita de la virgen María en su mesita de noche —justo a la izquierda de esa odiosa lámpara que había comprado mamá en la tienda de antigüedades que tanto le gustaba— y una fotografía de Jesús debajo de la almohada, protegiéndola de esas diabólicas energías que envolvían el mundo.

Al ver esa imagen de terror por lo desconocido, mi miedo a morir se desbloqueó por completo, y por eso nunca había pensado que era posible querer a alguien hasta el punto de ser capaz de morir por él. De que, cuando el mar te envuelva por completo con su manto frío y el agua salada revuelta y ansiosa entre en tus pulmones, haciéndote arder el pecho y latir las sienes con fuerza, aún sientas la necesidad de salvarlo, de cuidarlo, aunque tu vida dependa de ello. Nunca lo habría pensado... hasta ese preciso instante. Un seis de mayo de 1996, a las cinco y dos minutos de la mañana, con unas temperaturas extremas haciendo sudar mi piel, el pelo azabache enganchado en la frente como si de una prolongada ducha relajante hubiera tratado mi día. Pero esa noche distaba mucho de ser una de esas veladas agradables con una misma, ya que la soledad ya no iba a formar parte de mí con su aura azul desesperante. Ahora íbamos a ser dos.

Mi pequeña Lucía y yo.

Juntas hasta la muerte.