Mejor decir adiós en primavera
“La última mañana de ese verano, cuando desperté, ya no estaba. Le escribí una carta”
REVISTA WRITER AVENUE
Andrea Ciporkin
7/29/20242 min leer
Ni bien nos conocimos, nos aferramos a los días entrándoles con ganas, saciándonos de todo lo que nos esperaba. Pasábamos las mañanas tomados de las manos, con los sombreros de mimbre volándose con el viento marino, las carcajadas que tapaban el drama, la arena en los ojos y dentro de los zapatos. Él era mi idea del primer amor y, a pesar de que tratara de disimular sus cicatrices desparramadas por su cuerpo, estaban ahí, entre nosotros, sin palabras, sin preguntas.
La última mañana de ese verano, cuando desperté, ya no estaba. Le escribí una carta, pero la dejé de señalador dentro de un libro, me resultaba difícil amar por escrito. Luego llegó el invierno, lento y hostil, y él regresó con la primavera, junto con la arena tibia, las flores nuevas y todo lo que crece.
Una noche, me ofreció un cuchillo y, señalándome la yugular, me dijo:
—Córtate ahí, donde sangra más.
—Te quiero —le respondí con el filo apuntándome.
Acerqué el cuchillo a mi cuello y sentí la serenidad de su filo.
—Me dan ganas de matarte —insistió y me pasó la lengua por la nuca—. Estoy harto de que siempre estés… Córtate ahí, donde sangra más.
—¿Alguna vez fuimos felices? —le pregunté mientras intentaba recordarlo.
Entonces, él me acorraló, irrumpió en mí como en una casa abandonada. Me erosionó una y otra vez. Ya no podía distinguir los márgenes del día; tampoco sus palabras de las mías. Yo seguía con el cuchillo balanceándose en mi mano, marcándole la piel, apenas. Le rogué con silencios y con algo más que un llanto que se detuviera, y no lo hizo. Puse firme mi mano y, con una fuerza mayor a la mía, hundí el filo en su carne surcada. Lo hundí como se hundía él en mí. El eco de su gemido me devolvió su dolor hasta perderme en los detalles de su agonía. Me quedé con su cuerpo sobre el mío, blando y pesado, su cabeza colgando sobre mi hombro. Me desprendí de él como pude; pasé la lengua por la sangre del cuchillo y, después, lo refregué por el solero enrollado en mi cintura.
—Así está mejor —me dije.
Me arrastré por toda la casa buscando el tiempo para desaparecer, encendí un cigarrillo, lo fumé acodada en la ventana y me dejé conquistar por la humedad que llegaba del mar. Me fui así, con la culpa en el pecho que me trepaba como una enfermedad.
El atardecer de fuego se escondió detrás de los pinos. Todo se volvió un canto de chicharras y animales nocturnos. Caminé esperando que algo sucediera, que alguien apareciera reclamándome una vida ajena, pero algunas respuestas necesitan tiempo. Entonces, miré al cielo a través de las ramas, hasta que la niebla me tragó, como me tragó la noche, y ya no pude ver nada más.