Mis abuelas
“Mis abuelas se quedaban en el balcón que daba a la costa, a la calle Peralta Ramos, jugando al buraco y los dados hasta el amanecer”
REVISTA WRITER AVENUE
Estefanía Giaccone
11/28/20242 min leer
Mis dos abuelas eran Lelis y Marieta.
Cada verano, casi como una rutina obligada, íbamos a Mar del Plata. Allí, Lelis y Marieta se sentaban en la carpa: una se escondía del sol, mientras que la otra se ponía debajo hasta achicharrase. Pedían unas rabas, una coca y jugaban por horas a las cartas y al 10.050. Tic, tic, tic y los dados caían sobre esa mesa de playa con maderitas. Se perdían por sus huecos y con mi hermana, Sofi, los buscábamos en la arena. Desesperadas, como quien busca un tesoro.
Yo las miraba. Estaba en mi preadolescencia, negada a recibir cualquier tipo de demostración de cariño. ¿Quiénes eran esas dos señoras que me decían que mi cuerpo estaba cambiando y ya era una señorita?
Cuando llovía, mis abuelas se quedaban en el balcón que daba a la costa, a la calle Peralta Ramos, jugando al buraco y los dados hasta el amanecer. El viento venía del sur y el olor a puerto entraba por todos los rincones del departamento. En los juegos había respuestas que no encontraban en sus hogares. Mi abuelo Miguel, esposo de Marieta, había tenido una casa grande en Los Patos, pero la vendió, sin consultarle a ella, porque todos los años le entraban a robar. Hasta el inodoro se habían llevado. Mi abuela, a partir de ese momento, decidió que iba a llenar ese vacío con nuevos recuerdos: ahora caminaba con nosotras por la calle Peralta Ramos y saboreaba cada medialuna de Sao como si fuera la última.
Mi abuelo Quique nunca se aprendió el nombre de mi hermana, o no quiso hacerlo. Siempre había querido que Sofi se llame Agostina. Por eso, yo era su nieta favorita. El sí eligió mi nombre. La abuela Lelis le tiraba de las orejas cada vez que se daba cuenta de que mi abuelo iba a decir mal su nombre: Popy, Topy, Pipi. Jamás Sofia.
En febrero del 2000, habíamos alquilado un departamento sobre la Avenida Luro. Piso 21. Mientras en una de esas noches se escuchaban los murciélagos en el tapa rollos, mi abuela Lelis murió en el Hospital. Una mala praxis nos dijeron. Mi abuela Marieta se sentó como siempre en el balcón de Peralta Ramos por un par de años más. Jugábamos a los dados. Busqué y acepté su amor. Hasta que murió en mis brazos.
Ahora jugamos a los dados con Sofi en el balcón.