Ni de noche ni de día

“Escondidos, en una casita elaborada por su padre con pequeños trozos de madera entre las paredes del apartamento, ahí están otra vez la niña y su acompañante invisible”

REVISTA WRITER AVENUE

Elvira Salinas Montoya

7/29/20244 min leer

Escondidos, en una casita elaborada por su padre con pequeños trozos de madera entre las paredes del apartamento, ahí están otra vez la niña y su acompañante invisible para platicar de los acontecimientos del día, alejándose de los regaños del progenitor que la buscaba para enseñarle los secretos del negocio familiar que a ella, con cinco años vividos, no le interesan ni entiende en lo más mínimo.

Usualmente, las conversaciones de la pequeña y su amigo son a través de murmullos y aunque a veces hablan de juegos o las andanzas de lo cotidiano, en la mayoría de sus pláticas intercambian secretos y consejos más de una persona adulta que de la infancia.

Pero si prestas atención, si aguardas a un costado de este pequeño agujero de Alicia, con ayuda de la quietud y el silencio, la muralla de árboles muertos que los refugia se desvanece y podrás escuchar un par de voces, sabias como las de los espíritus.

¿Quién es aquí el fantasma?, ¿el que escucha o los susurros que deambulan por todo el departamento mientras ella juega, se baña o alimenta a su pez?

Mamá y papá ni se enteran de lo que sucede con su hija, aunque en ocasiones, cuando la madre la ha sorprendido hablando al aire, le parece que tiene un retoñito bastante extraño, así que lucha por ignorar que alcanza a oír dos voces distintas en su habitación cuando la deja sola, ahí, en ese pequeño cuarto donde mantiene solitarias pláticas de tardes enteras.

La niña se hace cargo de alistar su uniforme para ir al kínder sin dificultad. No le molesta jugar sola con sus peluches a la kermesse, al mini teatro, a la escuelita. Tiene amigos, hace sus tareas tanto de la escuela como del hogar y le gusta conversar con sus hermanos mayores; una versión más amigable y cercana de sus padres.

Cuando recuerdan que tienen una hija pequeña, papá le compra su panecillo favorito mientras conversa con ella. Por su parte, mamá la arropa, la peina y le da un besito en la frente antes de dormir. En esos momentos la chiquita jamás menciona al otro, tampoco lo dibuja, ni les confiesa a los adultos que la rodean, que lo ve desde que despierta hasta que anochece, que se siente tranquila con su compañía.

Ella parece dormir bien y entonces papá y mamá descansan: creen que no habrá más voces. Pero de pronto ahí están, a las dos de la madrugada, conversando en voz baja y entonces mamá aclara la garganta para que papá no escuche; él se incorpora y la ve horrorizado porque lo ha oído todo y le dice que no hay que preocuparse, que seguramente su hija ha encendido el televisor.

Los hermanos, al ser los testigos más frecuentes de la situación, ya se han hecho de un arsenal de explicaciones lógicas para vencer el miedo y la extrañez del asunto. Lo que la niña tiene es un “amigo imaginario” seguramente ha puesto en marcha ese mecanismo de compensación psicológica de la soledad por ausencia afectiva a la que ha sido expuesta desde su nacimiento y que numerosos expertos han estudiado desde el siglo XIX.

Saben bien que, esa suerte de alter ego es una especie de protección. Pero lo que no saben es que ella se preguntó lo mismo cuando lo conoció. ¿Me estoy inventando un amigo? —se cuestionaba a sí misma— pero se dio cuenta de que no era así cuando él le revelaba situaciones que un infante jamás podría experimentar, esas que solo un adulto podría entender.

Su hermana mayor, que estudiaba a la mente, decidió aplicarle algunas pruebas de conducta para intentar descubrir la raíz de lo que le acontecía. Según sus conocimientos, los exámenes arrojaron resultados positivos; la pequeña es sociable y de temperamento empático, divertido y perspicaz, le gusta hablar sobre sus juegos y travesuras, en especial las que realiza con su osito de peluche.

Un día, al mostrarle los resultados a la familia, todos concertaron en no hacerle más preguntas sobre sus pláticas solitarias, decidieron enterrar el tema, acallarlo para siempre, como un desesperado remedio. Saben que ella es la creadora de su acompañante, que puede tratarse de una alucinación intrusiva, incontrolable y aparentemente benévola, pues no altera a la pequeña; pero la naturaleza invisible de este ser, su aparente individualidad, su voz, esa voz que es como un rumor del viento...

Después de tantas dudas acumuladas, una tarde su hermana decide acercarse al escondite de la niña para espiar y conocer la verdad con toda claridad, para entender qué le sucede y así deshacerse de las visiones que imaginan confirmando que ella sólo tiene un amigo imaginario, aunque esa hipótesis, que además ponía a prueba sus conocimientos universitarios, ya no sea un consuelo ni una solución.

Conforme avanza a su recoveco de colores, los sonidos se acumulan y se hacen más entendibles. Decide recargarse en una pared, las manos le tiemblan mientras escucha. Cada palabra le transmite una sensación de adultez e ingenuidad simultáneas que le provoca ternura y pavor. Se perturba, quiere alejarse, pero al mismo tiempo seguir escuchando hasta obtener una explicación.

Las voces conversan:

—¿Entonces qué debo hacer? —preguntó la pequeña.

—Lo mismo hasta que seas adulta para que cuando sea el momento, te expliquen cuál es tu misión en este mundo —contestó la voz.

—¿Tardaré mucho en descubrirlo? —añadió ella con desesperación infantil.

—Posiblemente sí, o tal vez no, pero te espera toda una vida.