Rechazado
“Tanto tiempo imaginándolo para que apenas salga se lo lleven”
REVISTA WRITER AVENUE
Sofía Belén Heckel
8/31/20243 min leer
Estaba exhausta, al borde de sus fuerzas. La habían llevado a una salita intermedia mientras a él lo acondicionaban para entregar. Ella esperaba desesperada. Era el tercero, con todos le pasó lo mismo; a la madre, cuando pare, el cuerpo le pide el hijo. Es el cuerpo y el miedo. El miedo a que se lo quiten, a que le pase algo. También la ansiedad de conocerle la cara, de verlo entero, perfecto. Tanto tiempo imaginándolo para que apenas salga se lo lleven, y la dejen a una así, en ese estado. Siempre lo había mandado al marido a esperar la preparación del niño. Seguilo Sergio, repitió en las dos ocasiones anteriores. Y así lo hizo él, obedientemente. Dejándola en la camilla, tratando de reconocer su cuerpo, de volver en sí.
Esta vez él no estaba. Le había tocado encarar ese parto sola. La mano apretando la barra fría de la cama. Las respiraciones contadas, acompañadas por la enfermera y nadie más. Recordó las veces anteriores, buscó en la memoria de sus partos pasados la voz de él dándole fuerzas. Pero él no estaba. Se había ido a Misiones en un viaje de los de siempre. Y no había vuelto. Lo estaban buscando desde marzo, pero todavía no había novedades. Ella no podía pensar lo peor, tenía que ser fuerte. Solo le quedaba apoyarse en la fe. Volvería.
A él le hablaba cuando le trajeron el recién nacido. Le decía que todo había salido bien, que ya le contaría los detalles cuando volviera a casa. Le acercaron la manta y la recibió expectante. Quería verle la cara a su hijo. Lo sostuvo segura y se lo acercó al pecho. Con movimientos rápidos y experimentados comenzó a desenvolverlo y se frenó en seco al llegar a la piel arrugada y rosada de la criatura.
Repugnancia, esa fue la primera sensación que tuvo. Y después horror. Miró a la enfermera buscando una explicación. Este no es mi hijo, le dijo; e hizo un ademán para devolverlo a los brazos de la otra mujer. Sí, señora, este es su bebé. Mire qué bonito está, tan chiquito. Pesa tan solo 2 kilos cien. Es muy sanito el niño. Ahora muéstrele el pecho, a ver si se prende. Este no es mi hijo, repitió. Todo su cuerpo lo repelía. No podía entender bien cuál era el motivo. Era algo carnal, inexplicable, pero ella sabía que ese no era su bebé. Había algo que no estaba bien.
Vamos, señora, le dijo la enfermera ahora inquieta. Y la ayudó a enganchar el niño en el pecho. La madre sollozaba y evitaba posar la vista en el crío mientras este saciaba su hambre.
Salieron los dos del hospital, ella con un análisis de sangre que confirmaba el vínculo que la unía a aquella criatura. No tenía energía para nada más, pero tomó un taxi y pidió hacer una primera parada por la iglesia. Ese día habían tenido problemas con unos caños de agua y estaba cerrada. Sentía que ese evento era una confirmación de sus terribles sospechas. Necesitaba que un cura le bendijera el niño. No quería acercarlo a sus hermanos. Debía proteger a sus dos hijos de esa abominación. Los niños no notaban nada inusual en el pequeño hermano, lo adoptaron tiernamente apenas llegó. ¿Cómo se llama mamá? Preguntaron. Pero pasaron muchos meses hasta que se vio obligada a nombrarlo y con desgano le puso Fabio.
Fabio me mira fijo y veo el infierno, cuando succiona el pecho todo mi cuerpo se estremece. Está maldito doctora. La psiquiatra la miraba preocupada y anotaba en su libreta. Cuarta sesión, ningún avance. Vamos a probar con esto. Dos veces al día, ¿sí? Pero las pastillas no hacían efecto, a veces pasaba cerca de la cuna y sentía como el niño tenía la vista clavada en ella. La asechaba. Él nunca lloraba. Tampoco reía. Solo miraba, y eso era suficiente para que a la madre le crecieran los nervios.
A veces se levantaba por las noches exaltada, creyendo oír la voz del marido, y el bebé despierto, en la oscuridad, la observaba. Ella comenzó a pensar que él hacía las voces. Imitaba al cónyuge desaparecido. Algunas veces lo sentía sentarse en el borde de la cama. Como aquellas madrugadas frías en que llegaba de algún largo viaje, se desanudaba los zapatos y se metía vestido bajo las sábanas, poniendo los pies helados entre sus muslos.
La última noche pasó exactamente eso. Lo sintió entrar en la cama. Su perfume, el olor característico del camión; el cuerpo caliente, fuerte. El hueco en el colchón. Sus manos tomando las suyas. Se dejó llevar. Casi creyó que había vuelto, que todo estaría bien; hasta que sintió el tirón en el pecho. El demonio había quedado hambriento. Demandaba el alimento de su madre.