Ventana

“Me gusta pararme frente a la ventana, con una taza de café caliente en la mano, a observar el mundo”

REVISTA WRITER AVENUE

Luciana Claudia Ferrazzi

3/4/20252 min leer

Me gusta pararme frente a la ventana, con una taza de café caliente en la mano, a observar el mundo, mirar afuera. Tengo la misma sensación que al recorrer un museo y quedarme de pie frente a una obra que me gusta, un rato largo, solo observando. Por un momento miro sin mirar, dejo de ver la obra exhibida frente a mí, y mi mente divaga por rincones inesperados, me sorprende rescatando recuerdos enterrados en lo oscuro.

Miro a través del cristal, el sol cálido me entibia el rostro y su luz me obliga a entrecerrar los ojos. Prácticamente no puedo ver nada, solo sentir el resplandor y el calor. Es mi cumpleaños. Encandilada, me detengo a pensar en la fecha, en lo que significa o marca. A veces olvido mirarme al espejo y ver el paso del tiempo en mi cuerpo, y son las manos, mis manos, las que me recuerdan los años y las vivencias. Las noto un poco resecas, ajadas, pero también fuertes y sabias. Me recuerdan a las manos de mi abuela, a las manos de mi madre. Y también me recuerdan que ahora soy madre, manos de madre.

Mi primer cumpleaños con Amadeo fue en el encierro, en la clínica de rehabilitación. Esperé ese día con ansias porque nos visitaba su papá, lo dejaban entrar y estar un ratito con nosotros. Hacía ya muchas semanas que no estábamos juntos, que no teníamos contacto (Con tacto, su piel y mi piel, sus labios, su aliento en mi nuca, dormir juntos).

Me preguntó qué podía traerme para hacerme feliz, le pedí un caramel macchiato y algo dulce. Tuvo que entrar el café de contrabando, escondido entre sus cosas, en una mochila, envuelto en metros de papel film. También me trajo regalos, no recuerdo qué eran, pero fue emocionante abrir las bolsas con ellos. Nos sacamos una foto los tres, una de las pocas fotografías juntos que nos quedan de esa etapa, con nuestros camisolines y sin barbijos, para transgredir un poco más las normas. En medio de esa trama de tristeza y espanto, esa tarde fue feliz. Yo fui feliz. ¿Cuántas veces en la vida podemos salirnos de nuestro cuerpo, mirarnos, y reconocernos felices?

La felicidad me da miedo. Generalmente, cuando descubro que estoy siendo feliz, empiezo a temer lo inevitable: que eso va a pasar, que no va a durar lo suficiente, o que, más temprano que tarde, tendré que pagar esa alegría con lamentos. Pero esa tarde fui feliz y no tuve miedo. No había nada más en el mundo que pudiera entristecerme, nada más que pudieran quitarme, estábamos atravesando el peor momento de nuestras vidas. Esa tarde ser feliz equivalía a hacer la revolución. Esa tarde mi felicidad no era prestada, no tendría que pagar por ella luego. Esa felicidad eran los intereses ganados por tantos meses de angustias silenciosas. Esa felicidad era mía.

Una lágrima recorre mi mejilla y no sabría decir si es llanto, o si es la reacción de mi ojo derecho a la luz que intensamente baña mi rostro. El café empieza a entibiarse, su aroma, sin embargo, me trae de regreso: hoy es mi cumpleaños.